Por Luisa Ballentine
Tres personajes marginales conforman la fauna de El rucio de los cuchillos, un retrato a los bajos fondos de Santiago en la década de los ‘60 que perfectamente podría representar lo que pasa hoy en un cité del centro.
Hay muchos aspectos para destacar de este montaje que rescata la dramaturgia de Luis Rivano. Para comenzar, la realidad que ofrece la escenografía al recrear un cuarto al interior de una casa, incluyendo el moho, la suciedad, la pequeña cama y muchos detalles que caracterizan este tipo de espacios.
Otro elemento importante es cómo el argumento y el discurso van de la mano de la música, el tango en este caso, que relata de algún modo las existencias de los dos hombres y la mujer que han elegido (o quizás sido empujados) al delito como forma de vida.
El tercer gran acierto, y más importante, de El rucio de los cuchillos es su elenco. María Paz Grandjean nuevamente participa en una producción del Teatro Nacional Chileno y se consagra como una de las grandes actrices de la escena nacional. Su Guillermina es profunda, graciosa y conserva una inocencia casi imperceptible detrás de su vestuario de prostituta. Construye un personaje lleno de añoranzas a pesar de su entorno, una mujer, en apariencia, independiente que al final del día no es más que una víctima del maltrato de su infancia, su entorno y su presente.
Daniel Alcaíno, por otra parte, aporta el personaje más intenso, uno que se apropia del escenario con su mezcla de caballero de pacotilla y tanguero heredado. Es un carácter complejo que a penas entrega luces sobre su pasado y su vida, posee una imagen interesante y un glamour de pachoulí que en ningún momento se pierde. Alcaíno sostiene durante la totalidad de la obra a un hombre rudo que transita entre lo que los demás esperan que él sea y la violencia obligada para confirmar esa postura. Está en constante provocación y se lleva a sí mismo al límite de lo marginal.
Nicolás Pavez es el rucio, quien articula las acciones que confluyen a estas tres almas en un mismo momento y espacio. Se percibe la incertidumbre de su carácter, la necesidad de cambiar y la imposibilidad de dejar de ser lo que se es. Es un niño-hombre que sólo desea que lo dejen en paz.
Nuevamente el Teatro Nacional Chileno presenta un trabajo de máxima calidad que acerca al espectador no sólo a un buen montaje, sino también a lo que representa la dramaturgia y la creación de nuestra tierra. Cada detalle es cuidado con esmero y eso se nota en la representación desde que comienza la función hasta el aplauso del público.
¿Cuándo y dónde? Ver ficha en Solo Teatro.
Tres personajes marginales conforman la fauna de El rucio de los cuchillos, un retrato a los bajos fondos de Santiago en la década de los ‘60 que perfectamente podría representar lo que pasa hoy en un cité del centro.
Hay muchos aspectos para destacar de este montaje que rescata la dramaturgia de Luis Rivano. Para comenzar, la realidad que ofrece la escenografía al recrear un cuarto al interior de una casa, incluyendo el moho, la suciedad, la pequeña cama y muchos detalles que caracterizan este tipo de espacios.
Otro elemento importante es cómo el argumento y el discurso van de la mano de la música, el tango en este caso, que relata de algún modo las existencias de los dos hombres y la mujer que han elegido (o quizás sido empujados) al delito como forma de vida.
El tercer gran acierto, y más importante, de El rucio de los cuchillos es su elenco. María Paz Grandjean nuevamente participa en una producción del Teatro Nacional Chileno y se consagra como una de las grandes actrices de la escena nacional. Su Guillermina es profunda, graciosa y conserva una inocencia casi imperceptible detrás de su vestuario de prostituta. Construye un personaje lleno de añoranzas a pesar de su entorno, una mujer, en apariencia, independiente que al final del día no es más que una víctima del maltrato de su infancia, su entorno y su presente.
Daniel Alcaíno, por otra parte, aporta el personaje más intenso, uno que se apropia del escenario con su mezcla de caballero de pacotilla y tanguero heredado. Es un carácter complejo que a penas entrega luces sobre su pasado y su vida, posee una imagen interesante y un glamour de pachoulí que en ningún momento se pierde. Alcaíno sostiene durante la totalidad de la obra a un hombre rudo que transita entre lo que los demás esperan que él sea y la violencia obligada para confirmar esa postura. Está en constante provocación y se lleva a sí mismo al límite de lo marginal.
Nicolás Pavez es el rucio, quien articula las acciones que confluyen a estas tres almas en un mismo momento y espacio. Se percibe la incertidumbre de su carácter, la necesidad de cambiar y la imposibilidad de dejar de ser lo que se es. Es un niño-hombre que sólo desea que lo dejen en paz.
Nuevamente el Teatro Nacional Chileno presenta un trabajo de máxima calidad que acerca al espectador no sólo a un buen montaje, sino también a lo que representa la dramaturgia y la creación de nuestra tierra. Cada detalle es cuidado con esmero y eso se nota en la representación desde que comienza la función hasta el aplauso del público.
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