Por Luisa Ballentine
Casa vacía es pura belleza. Es un montaje hermoso de
principio a fin. No tiene desperdicio, es una sinfonía perfecta que,
lamentablemente, las palabras no alcanzan a abarcar al momento de describirla.
Casa vacía no tiene texto y es un hecho que puede asustar a
muchos. Ir a ver una obra donde los personajes no hablan, definitivamente es
algo, al menos, extraño. Incluso es extraño llamarla obra, montaje,
espectáculo… Acaso sea un suceso silencioso en la ciudad.
Y sin duda un suceso que es hermoso no sólo por la
propuesta, sino también por el trabajo de comunicación que logra. En una
sociedad hiperconectada y estúpida como la nuestra, ser capaz de transmitir una
idea a través de códigos que no son verbales (corporales, musicales,
espaciales, emocionales) es una proeza. Y que alguien lo mire y piense “sí”,
aunque no sea capaz de definir qué significa ese “sí”, es un milagro en sí mismo.
Un milagro del arte, de la compañía, del equipo de trabajo
que conforma Teatro Híbrido.
Siendo más concreta, puedo decir que Casa vacía me dio
vuelta la cabeza de un cachetazo, porque no es necesaria la comprensión
cognitiva. El cerebro se va de paseo un rato. Esto un golpe emotivo. Es un algo
que pasa y ante lo que uno sonríe sin ser capaz de explicarlo. Y no es común
que suceda algo así.
La dirección de Camila Aguirre es limpia, impecable,
amorosa. Nada está dejado al azar. La coordinación del elenco es milimétrica y
fluida. Es un río. Hay demasiado amor en Casa vacía. Parece que el museo fuera
a explotar.
Hay demasiado amor en todo lo que está en juego: en escena,
en bambalinas, en la apuesta de la compañía, en el equipo, en la hibridez.
Los amo.
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